Nuestros hombres políticos y nuestros intelectuales hablan continuamente de Europa y Occidente, como si estuviera claro que la primera sería lo mismo que el segundo. El Occidente, en tal acepción, indicaría así un conjunto formado por los países de Europa, sobre todo de Europa Occidental, y Estados Unidos de América, con el apéndice canadiense. En otras palabras, el Occidente coincide con los limites de la OTAN.
Pero si examinamos el origen del término «Occidente», no en el sentido geográfico obviamente, sino en sentido político, descubrimos algo muy diferente de esta acepción «otanica»: a principios del siglo XIX, en Estados Unidos de América, esta expresión nació, no para englobar Europa en un contexto atlántico más extenso, sino, al contrario, para que el joven Estado americano tomara sus distancias frente a los países del Viejo Continente.
Encontramos los primeros rastros de esta distinción en los discursos de los unos de los más interesantes Presidentes americanos, Thomas Jefferson. Ya en 1808, Jefferson afirmaba que América era un «hemisferio separado»; a continuación, en 1812, y más claramente aún en 1820, proponía un meridiano destinado a separar para siempre «nuestro hemisferio» de Europa. En el hemisferio americano, profetizaba, es decir, el hemisferio occidental, «el león y el cordero vivirán en paz uno con otro».
La etapa siguiente fue la de la famosa declaración del Presidente Monroe, el 2 de diciembre de 1823, por la cual prohíbe a toda potencia europea intervenir en el hemisferio occidental-americano. Desde entonces, la afirmación de esta especificidad occidental-americana fue in crescendo, hasta las posiciones adoptadas por el Presidente Teodoro Roosevelt a principios de nuestro siglo, luego a las declaraciones diplomáticas de 1940 y de la inmediata posguerra. Lo que cuenta, es que en todos estos discursos, en todas estas declaraciones, en todos estos documentos diplomáticos americanos, por hemisferio occidental, por Occidente, se entiende algo radicalmente opuesto a Europa. No se trata solamente de indicar y delimitar una esfera de influencia o una zona de defensa en la cual se excluye la presencia de todo enemigo potencial. Si tal era el caso, el Occidente solo sería una de estas innumerables denominaciones utilizadas en política y en diplomacia para definir un lugar o una situación geográfica o estratégica.
Se trata más bien de otra cosa. Realmente, la idea de demarcar un meridiano que separaría a Europa de Occidente se basa en la idea de que Occidente, es decir, América considerada como Occidente en comparación con Europa, sería básicamente diferente de Europa en su esencia y su propósito. Esta idea se basa pues en la presunción que esos dos mundos, el viejo y el nuevo, son radicalmente diferentes por naturaleza, según la tradición y la moral. En tal contexto, América termina siendo diferente de Europa, porque América es la tierra de la igualdad y la libertad, opuesta a Europa, de tierra donde existen estratificaciones sociales y donde reina la opresión. América, definida como Estados Unidos de América, es la tierra donde el hombre bueno consiguió crear un orden social y político buenos, mientras que Europa es la tierra del defecto y la corrupción; América es la tierra de la paz, Europa, la de la discordia y la esclavitud.
El meridiano, que debería separar el Occidente de Europa, reviste pues una función de conservación de los «buenos» contra los «malos», indica una oposición radical e insuperable, al menos mientras Europa no renuncie a sus «perversidades» (¿eso será algún día posible?).
Este tipo de razonamiento encuentra sus raíces en las más antiguas tradiciones políticas americanas, las de los padres fundadores. Recordemos que ellos eran puritanos, protestantes extremistas, animados por una profunda fe en Dios y en sí mismos, porque creían haber sido elegidos por este, obligados a abandonar Inglaterra para escapar a las persecuciones y a los contactos entre los protestantes corrompidos y los papistas diabólicos. Para ellos, América era una tierra virgen, donde podían construir un nuevo mundo, un mundo de los «puros», un mundo para el pueblo de Dios, un mundo liberado de las normas impías de Europa, afortunadamente separado de ésta por millares de millas de océano.
Dios pues había dado América a sus habitantes y éstos debían guardarla pura, libre de todas las torpezas europeas que acababan de abandonar. La Doctrina de Monroe y el concepto de «hemisferio occidental» son la transposición política y laicizada al compás de las décadas, de esta mentalidad que, al principio, era religiosa y que aspiraba a una separación más neta con Europa.
Los que, hoy, utilizan indiferentemente los términos «Europa» y «Occidente», como si fueran sinónimos, o como si el segundo incluye a la primera, y adoptan este uso erróneo, cometen un grave error histórico y político. En tanto que aceptan, consciente o inconscientemente, la visión americana del mundo, esperando de este modo que Europa haya entrado completamente en Occidente.
Me parece bien de destacar el siguiente hecho: en la definición de Occidente, tal como nació en Jefferson, se inscriben inmediatamente las dos formas americanas de concebir las relaciones internacionales, de las que se tiene el hábito de considerar erróneamente como exclusivas una de la otra: el intervencionismo y el aislacionismo. En efecto, si el Occidente está «bien», significa que el mundo no infectado por las perversidades europeas, entonces es necesario sacar dos consecuencias. Por una parte, puede decidir volver a encerrarse en sí mismo, para impedir el contagio externo; por otra parte, puede decidir salir de su propia trinchera para lanzarse y «salvar al mundo». Es esta segunda política la que prevaleció en la historia americana, sobre todo porque la idea de un Occidente incorruptible se unió a la del «destino manifiesto» de los Estados Unidos (esta expresión se forjó en 1845 durante el conflicto que se oponía a los EE.UU a Inglaterra por el Oregon) para constituir el peor de los imperialismos.
Así pues, toda la acción americana sobre el continente americano es justificada en la defensa de los intereses de los Estados Unidos; toda acción en ultramar es una «misión» del Bien para salvar el mundo. Mientras que la reciprocidad no vale para los Europeos, portadores el «mal», que no podrán nunca introducirse de buen derecho en los asuntos del continente americano, como lo pretendía precisamente la Doctrina de Monroe, que prohibía a los Europeos todo movimiento al Oeste del meridiano «separador». Los que hoy en Europa se imaginan como paladines de Occidente, son simplemente individuos que se integraron en el modo de vida y en el espíritu de los Americanos y que, consciente o inconscientemente, consideran haber sido «salvados» y «liberados» por ellos.
Realmente, se sometieron a los americanos, renunciando a las tradiciones europeas.