De forma independiente a las naciones, etnias, razas, tribus, clanes, clubes de Toby y Lulú y cuanto grupo de pertenencia humana exista, existen los países. Y entre todos los países, existen los países que se respetan, y los países que dejan no se respetan, algo así como una adolescente ebria con problemas de autoestima ofreciéndose como sacrificio altruista al gran dios fálico.
Los países que se respetan, se caracterizan por tener políticas exteriores fuertes, y mantener al menos una postura que inspire, sino temor, respeto entre el resto de los países. Uno de los indicadores más populares últimamente sobre la respetabilidad de los países, es su capacidad de hacer caso omiso de las peticiones ridículas, indignas y absurdas. Los países que no se respetan, se dedican a complacer a todo el mundo, a hacer el ridículo internacional y creer que por eso son un ejemplo al mundo.
Y claro que son un ejemplo al mundo: especialistas en ridículos internacionales. Y entre todos ellos, sobresale Chile.
Y cómo no va a sobresalir, si un montón de países insignificantes y sin ninguna importancia para el acontecer mundial alguna han hecho caso omiso del llamado a comparecer de tribunales internacionales, mientras que Chile sí ha comparecido, sí ha acatado dictámenes y sí ha hecho declaraciones del ejemplo de lo civilizado que es al acatar lo que se le impone.
No es que sea un fan del Estado de Chile, incluso, me parece bastante molesto, pero me es imposible pasar por alto acciones que definen lo digno y lo indigno.
Que el diputado dormilón Hugo Gutiérrez llegue a creer que estampando una querella en contra del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu puede provocar que un país digno como Israel (independiente de lo que uno pueda pensar sobre dicha nación) llegue a tomar en serio lo que él pueda decir, es un fiel reflejo del estado de la decadencia moral, i.e., progreso, por la que Chile está atravesando. No es sólo el Gobierno el que actualmente se encuentra castrado e imbecilizado, sino también las fuerzas armadas (adictas terminales a la Democracia y el Capitalismo) y los habitantes del territorio chileno se encuentran completamente faltos de cojones.
La supuesta chilenidad, la viveza y la picardía de la que se supone son rasgos característicos de nuestra querida idiosincrasia, no son más que engaños tristes e imitaciones pobres de las cosas que el mito de Chile trata de importar.
Como si fuera algo digno de recordar, La Nación hace el paralelismo con el caso de Pinochet en Londres. Junto con no ser un partidario de Pinochet ni su obra (incluso, espero vivir para el día en que todos esos nombres sean borrados de los libros de Historia) ni del Estado, hay que reconocer que durante todos los meses que duró dicho impasse, Chile fue el hazmerreír del mundo, no por no haber sido capaz de juzgar a Pinochet (y que me linchen las viejas momias), sino por no haber sido capaz de reaccionar ante un ultraje de esta naturaleza, por un lado, y por existir chilenos que validaban públicamente estas formas de justicia global, donde el hecho de que la soberanía pudiera ser pisoteada era signo de que había democracia y de que se estaba avanzando.
En realidad, no sé qué estará pensando el señor Gutiérrez con este circo, pero su gesta nos obliga a pensar y reflexionar sobre nuestro estadio evolutivo como sociedad de país periférico con expectativas de un jaguar que mira al Primer Mundo.
Pero con la realidad de un castrato.