¿Te atreves a sobornar a Santa? ¡Te voy a empujar carbón tan profundo que estarás tosiendo diamantes! — Robot Santa Claus
El verdadero sentido de la Navidad son los regalos. Ya su origen pagano está marcadamente identificado con la idea de dar y recibir regalos, no por la idea del recogimiento, la reflexión y todas esas cosas lindas que a la gente le encanta repetir, como si eso limpiara sus almas vacías y sus cerebros de robot hedonista. Las Saturnales estaban llenas de excesos, algo muy, muy parecido a la actual navidad, pero antes de eso, desde el amanecer de los tiempos, el Solsticio de Invierno ya invitaba a una celebración por el cambio de ciclo. Con la llegada de las religiones con mesías solares (el avance al monoteísmo definitivo de los imperios), el camino se pavimentó hacia Jesús y, con ello, la Navidad adquirió un carácter más serio y, por decirlo de otra forma, culposo, amargado y contradictorio.
Los impulsos paganos ancestrales que pregonaban el jolgorio sin culpas, pasaron a mezclarse con una visión pesimista de la realidad, dando como resultado un festín de regalos combinados con la culpa por el deleite de los goces terrenales. Como ya hemos de saber, el Cristianismo dio paso, siglos después, al Socialismo y el Progresismo, ideas que pasaron a sumergir a Europa y sobre todo a Occidente en la amargura inagotable del Igualitarismo. Nadie es suficientemente bueno ni tiene derecho a ser feliz hasta que toda la humanidad tenga acceso a lo mismo, y la solidaridad que, entonces, promueve el Igualitarismo, teniendo en cuenta los recursos existentes en el planeta y la cantidad de gente que hay en él, sería aquélla en la que la pobreza se comparta y todos seamos igual de pobres. Por supuesto, toda esta lucha de seres superiormente morales para cambiar el mundo se desatará siempre en Occidente (a punta de hashtags, por supuesto), jamás en otros lados, puesto que al resto del mundo no le importa un carajo si es que existe una igualación de condiciones para todos.
Se elevan críticas a la gente que hace pública su recaudación de regalos exhibiendo su bienestar económico (algo así como si yo fotografiara los calcetines y los desodorantes en spray –que jamás uso, por cierto– que recibo de regalo para mostrarle al mundo mi riqueza) porque, en este mundo, hay mucha gente pobre que no tiene para regalos. La crítica debería apuntar a otro aspecto: la actitud rota y de mal gusto de andar exhibiendo «lujos», algo inherente a la gente de espíritu pobre, independiente de su condición económica. Siendo brutalmente objetivo, si una persona es pobre no es culpa del resto, por lo que la socialización de las desgracias no debería ser imperativa cuando, honestamente, tendemos a capitalizar nuestras fortunas: si uno está mal, es culpa del resto; si se está bien, es por sus propios méritos.
Regalar nada a los seres queridos, a aquéllos que sí te importan un carajo, no hará que este mundo sea un lugar mejor, ni hará que otros superen sus desgracias. Pierde el miedo a regalar y a disfrutar los regalos recibidos pues, con una cuota mayor o menor de consumismo, estás recuperando el sentido primigenio de la Navidad. Y si eres eurodescendiente, vives en el hemiferio sur y quieres ser completamente consecuente con las fechas y significados ancestrales, te invito a retrasar la «Navidad» seis meses y celebrarla cuando corresponde en nuestro hemisferio, es decir, en el Solsticio de Invierno, entre el 20 y el 23 de Junio.
Buen Solsticio de Verano.