Publicado originalmente en Identitario Sur.
Hace ya bastante tiempo he escrito un artículo sobre el fraccionamiento de los estados hispanoamericanos como herramienta de dominación. Cada tanto es bueno reescribir ciertas cosas.
Sabemos que el imperio británico impidió por todos los medios posibles la unificación de las naciones hispanoamericanas. Los nacientes estados suprimieron toda oposición de fuerzas tradicionales al estilo sangre y suelo, y fueron imponiendo oligarquías locales en arreglo con el comercio imperial británico. Eso ocurrió en todo el continente.
Los modernos nacionalismos curiosamente asociaron al viejo hispanismo con intereses que ya no eran hispánicos, sino globales, comerciales, puramente económicos y en el sentido del mundo.
Hoy sabemos que esos estados no han hecho sino asesinar proyectos y personas, y a menudo han enfrentado entre sí a los hermanos de sangre y de suelo. Ejemplos de eso hay a montones en América.
Llamar «separatistas» a quienes privilegian la unidad de los hermanos de suelo y de sangre, es utilizar muy mal las palabras. Unir lo que es afín no es separatismo, es responder a una ley natural. Nuestros estados han hecho muchas veces lo contrario: han unido lo que no puede permanecer unido, y han desunido lo que por fuerza siempre se acerca.
El estado es la forma jurídica de la nación a la cual sirve. Donde existe una comunidad homogénea y organizada, el estado se articula en torno de ella. Nuestro criterio de estado es todo lo contrario a un estado centralista y represivo, y será fácil reconocer cuál no es nuestro estado, cuando notemos su necesidad de represión y centralismo, características ambas de los estados de tipo antinatural y ficticio que proliferan por todo el Occidente.
Las clases medias eurodescendientes de este continente, han quedado asociadas a proyectos oligárquicos que más o menos les daban de comer, y ahora que ven como poco seguro ser tenidas mínimamente en cuenta, no saben qué hacer. Ya nada tienen que ver con la sangre ni con el suelo, ninguna consciencia tienen de lo que eso significa. Ya no recuerdan su historia ni reconocen su propia identidad.
Las formas económicas e ideológicas buscan hoy una dimensión continental. Nosotros en cambio no sabemos cómo buscarla. La reformulación de los espacios es inevitable y se está dando rápidamente. Unos pocos se aferran a un nacionalismo que, además de ser completamente ajeno, atrasa siglos.
Antes pensaba que la destrucción de los estados no era deseable al menos hasta formar parte de un proyecto superior. Hoy sé que es inevitable y que sea cual sea el proyecto que nos convoque, no tiene sentido defender lo que ya no existe y quizá nunca existió.
Los estados diseñados por el comercio de Londres caen por su propio peso, se deshacen de acuerdo a las necesidades y a las ideologías aplicadas por los poderes de la globalización.
No hay nada nuevo bajo el sol. Lo que está ocurriendo es geopolíticamente natural. Lo que nosotros pensamos es lo que hemos pensado siempre: las naciones y los poderes se articulan según sus objetivos: o bien según su afinidad identitaria, o bien según el diseño forzado según las necesidades de otros, como ya nos ocurrió antes, como nos ocurrirá siempre mientras no reconozcamos qué es la identidad, cómo se defiende y cómo se articula un poder real en torno a ella.