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Uno de los argumentos antirracistas más utilizados es el de la igualación y comparación de dos elementos que son distintos, sometidos bajo una escala valórica que, en teoría, englobaría a ambos. De esta manera, tenemos que A y B, siendo elementos cualitativamente distintos, son forzosamente considerados iguales según el dogma igualitario moderno (antes igualdad de personas del mismo grupo humano, ahora una extrapolación de la igualdad entre todos los individuos de todos los grupos humanos), y al ser iguales entonces pueden ser comparados usando parámetros generales. Para esta visión, racismo y realismo racial significan necesariamente la demostración que A es superior a B, y partiendo desde este supuesto, tenderán a llevar la conversación y sus argumentos a la demostración de que ninguno es mejor que otro, aun cuando en ningún momento la parte racista haya afirmado la presencia de la superioridad de algún elemento. Así, tendremos que enfrentar a un escenario donde la parte igualitarista discutirá y se rebatirá a sí misma durante toda la discusión, debatiendo un argumento que en ningún momento se mencionó, pero que se asume como tal desde el primer atisbo a alguna referencia racista o incorrecta: mencionar la palabra «raza» es suficiente para asumir que quien está hablando es un racista y, por tanto, cree en su superioridad frente al resto.
Consiguiente a esto, y asumiendo que todos los seres son iguales en esencia, el igualitarista asumirá que una sociedad puede formarse de un montón de individuos puestos juntos para que funcionen sincrónicamente reduciendo complejidad, es decir, entendiendo que la sola pertenencia a la sociedad es el interés común que se eleva a la categoría de bien superior. De esta forma, se destruye toda idea de diferencia entre grupos humanos, disolviendo los intereses genéticos étnicos en una sola mancha sin cualidad/calidad.
Al considerar a todos los seres como iguales, y a los distintos grupos humanos como no-diferentes entre sí, el igualitarismo y el antirracismo avanzan en su argumento a la destrucción de la superioridad que se asume como inherente al racismo. Y da un paso más allá en su guerra unilateral: se apela a la moral y al sentido común de lo no-común (puesto que una sociedad levantada a partir de la ausencia de la comunidad, lo único en común que puede tener es la ausencia de algo en común) para realizar un juicio de valor sobre los individuos, basado en una escala moral: A, que el igualitarista asumirá como el defendido de un racista (entonces, apologista de la superioridad de su grupo, según lo que cree por defecto el igualitarista/antirracista), es peor que B, que pertenece a un grupo humano donde no pertenece el racista en cuestión, porque a no fue a la universidad como B, porque A es más pobre que B, porque A es más débil que B, porque A no tiene tantos logros como B, y así, hasta la eternidad, para demostrar que A no puede ser diferente de B, y que son sus actos los que cuentan, ya que lo que son no existe, ya que son iguales.
De esta relativización de las cualidades es de donde surge la eugenesia social como una herramienta para la destrucción de la identidad étnica, la cual discutiremos más adelante.